Soy consciente de que en la colocación de mis cimientos se puso mucho amor.
Quizá fue eso lo que, en principio, decidió muchas de las características del
edificio en que me convertiría después. Eso y el cuidado con el que luego se
fue colocando cada ladrillo, cada ventana, cada azulejo.
Crecí durante un tiempo. Varias plantas en total. Pero, curiosamente, nunca
quisieron ponerme tejado. Dejaron siempre abierta la posibilidad de un ladrillo
más, de un tabique más, de una planta más. Lo aprecio y lo agradezco. Y
trato de aprovechar esa oportunidad que se me da. Vivo aspirando a crecer,
preparada cada día para un centímetro más de cielo.
Me gusta la luz. Probablemente porque, ya desde el principio, me diseñaron
con cientos de ventanas y puertas y balcones. Me acostumbraron a dejarlos
todos abiertos. Por esa razón, supongo, decidísteis visitarme tantos de
vosotros. Uno se tomaba un café en la planta baja, otro se sentaba en el salón,
otro ponía unas flores en el recibidor; éste traía música, aquel un librito de
poemas… Y me habitué a sentirme a gusto frecuentada por una muchedumbre
que entraba y salía y que no podía ser más diversa, más heterogénea. Pensé
a menudo en lo radicalmente diferentes que sois todos. En lo heterogéneo
de esa multitud. Me preguntaba qué característica común podíais compartir.
Supongo que la respuesta es que todos poseeis la misma calidad humana.
Concluí que todo lo demás, todo lo que os diferencia, es secundario.
Esa variedad vuestra me enriquecía asombrosamente. Pude aprender mucho
de todos vosotros. Y abrí mis puertas y ventanas y balcones más, si cabe,
agradecida por lo que me enseñábais cada día.
Cuando detectaron un problema importante en mi estructura me tembló, lo
confieso, cada centímetro. Finalmente asumí lo que se avecinaba. Las obras
de restauración comenzaron enseguida, por lo urgente del caso. Cuando
el equipo de obreros atacó estas vigas y los muros de carga creí que iba a
desfallecer, que me iban a faltar las fuerzas, que no iba a poder con esto.
Después vino un alivio transitorio de un par de semanas en las que pude
recomponer los tabiques y respirar hondo. Mientras tanto, mi aspecto externo
también comenzó a deteriorarse. Vi con impotencia cómo caían las capas de
pintura, cómo se desmoronaba la fachada, cómo se llenaban mis estancias de
polvo y de escombros.
Entonces ocurrió. Comenzásteis a llegar de todas direcciones, desde todos
los puntos, desde todas las distancias. Los más cercanos, los más lejanos.
Aquellos a los que había visto el día antes y otros de los que no sabía nada
desde hacía veinte años. Todos. Todos.
Contemplé estupefacta cómo, con asombrosa rapidez, os íbais convirtiendo
en piezas de un andamiaje sólido y firme. Como movidos por una coreografía
no prevista me rodeásteis perfecta y eficazmente. Cada uno ocupó su lugar
en la estructura, y todos resultásteis imprescindibles: desde las piezas más
grandes que soportaban carga hasta las más pequeñas que se necesitaban
para encajar uniones imposibles. Pronto me encontré sujeta por una estructura
férrea donde no había un hueco ni una falla.
Fue cuando supe, con toda certeza, que no iba a derrumbarme.
Aún quedan unos meses de obras. Aún os voy a necesitar una temporada.
Pero pronto, antes de que todos nos demos cuenta, estaremos dando los
últimos retoques a la pintura de la fachada, limpiando los suelos, acicalando
todas las estancias. Y entonces, amigos míos, celebraremos una jornada de
puertas abiertas a la que estáis todos invitados. Y brindaremos por el mejor
andamio que ha existido nunca.
Gracias.
Besos de este edificio, vuestra casa.
Canjáyar, 15 de abril de 2012
Luisa María García Velasco.