Cocina para la ciudadanía: el rabo de toro

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Picas la cebolla, la zanahoria, el puerro y el tomate y el pimiento verde. Lo echas todo a la cazuela, con un poco de aceite, con un poco de sal, y enciendes el fuego. Pimienta, olvidaste las bolas de pimienta. Mientras rehogas todo sacas el rabo de toro de la nevera, menudo rabo, menudo toro, piensas. En realidad es de vaca, pero te da igual. Es hermoso. Lo tocas, lo hueles, lo salpimentas. Suspiras pensando en el futuro que os espera juntos. Las verduras ya están, las mezclas con un poco de harina y añades el rabo y ves la cazuela rugir y la cebolla desplegarse melosa sobre la carne. Esto marcha, te dices. Un vaso de vino, medio vaso más, cubres con agua y a cocer a fuego lento, la tapa puesta, el ojo vigilante.

Llega tu novia, deja los trastos, bebe agua, habla del trabajo. Sus palabras se mezclan con el olor que ya reina en la cocina. Miras al rabo de toro, o de vaca, y su boca se abre y se cierra, el guiso hace chup chup chup, miras de nuevo su boca, ahora su camisa, sientes la gelatina que empieza a liberarse en la olla y no puedes más y te lanzas y la besas y tu novia te besa, la camisa va fuera, los zapatos también, tropezáis por el pasillo y caéis al suelo y pim, pam, pum, fuera. Buah, impresionante. Terminas y estás tumbado, relajado, mirando al techo, pero a los dos segundos piensas de nuevo en la cocina porque el sonido que escuchas te parece demasiado acelerado. Quizá se queme. Te incorporas y te detiene un beso, una dulce caricia que te recuerda, paciente y sonriente, que pases primero por el aseo.

No se ha quemado, tranquilo. Le das un meneo y bajas más el fuego, abres una cerveza y empiezas con el periódico. No se puede pedir más. Tras leer los deportes llaman al timbre, es la vecina, necesita que le cambies la bombona de butano, que ella está muy débil. Destapas un pelín la olla y vas a su piso. La pobre está muy vieja, piensas, le cambias la bombona mientras te cuenta que como sigan subiendo los precios no le llegará ni para arroz. Te da un vaso de vino y te dice que comas queso, que está muy rico, que lo venden muy bueno en el súper. Su voz tiene un ímpetu impropio para su aspecto y su vino está de muerte. Te pregunta por tu trabajo, por tu novia, por tu voto en las últimas elecciones y cuando te das cuenta estás discutiendo de hipotecas subprime y del dinero de la Iglesia. Ha pasado demasiado tiempo. Me voy señora, le dices, que se me quema el rabo. Ella sonríe con esa picardía arrugada de las abuelas y te desea salud y muchos hijos, y que viva para verlos.

Parece que se ha pegado un poco, nada serio. Huele estupendo. Lleva ya casi dos horas pero aún parece estar duro. Te pones nervioso, te asaltan las dudas. Destaparlo, subir el fuego, añadirle agua, todas las distintas posibilidades de estropearlo te tientan pero tú resistes. La tarde se acaba. Abres otra cerveza y bebes en la terraza, mirando a la calle y a la gente que pasa por ella. ¿Qué habrán comido hoy? Ese tipo espigado seguro que pechuga a la plancha, ese otro manitas de cerdo, esa de ahí calabacín cocido, aquél de allá macarrones con mayonesa. El juego no es muy divertido, ya, pero te sirve para que terminen de pasar, por fin, las dos horas y media necesarias para el estofado. Corres a la cocina y lo pruebas. Buah, impresionante. Tierno y rico. Cinco minutos más, triturar la salsa, dejar reposar hasta mañana. Un manjar. Una nota de tu novia, que por lo visto se ha ido, te indica el bar donde habéis quedao para unas cañicas. No se puede pedir más. Gracias toro, perdón, gracias vaca, y que aproveche.

¿y mi rabo?

Nota: Basado en una receta real de Karlos Arguiñano.

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