Testamento

Tal vez porque la he visto
tan de cerca
(tanto que, finalmente,
era casi una vieja conocida
dudando entre quedarse o darme tregua),
ya no temo a la muerte.

Temo en cambio al camino recorrido
cuando llegue el momento, y me pregunto
qué quedará en el mundo
de mi acción, mi omisión,
mis palabras, mis dudas, mis silencios.

Así, en pleno dominio (o eso dicen)
de mi mente y mis actos,
quiero expresar mis voluntades últimas:

A los que me quisieron
les dejo las sonrisas y los guiños,
los ratos cómplices, las risas compartidas
y mi agradecimiento.

A los que me ignoraron
les quedará sin más la incertidumbre
de si tratarme merecería la pena.

A aquellos que me odiaron (hubo alguno)
les dejo su rencor y su amargura
y la tranquilidad de mi conciencia.

A ti, mi amor, te lego
madrugadas dormidas en tu espalda;
el olor a café de las mañanas;
las confidencias íntimas, las horas
llenas de ti y de mí;
los candelabros hechos
de jazmín y romero
y de deseo;
las caricias prohibidas, los secretos
y los versos de miel.

Finalmente, a mi sangre
más intensa y más cálida, a mis hijos
les dejo mil momentos, mil historias
de finales abiertos;
noches en vela, magia,
besos sin causa, abrazos sin motivo
y todo lo que no puede comprarse.
Y para cuando vengan
malos tiempos, montañas escarpadas,
les lego la constancia, la paciencia,
mis errores sin fin y mis caídas
(con todas sus lecciones)…
pero principalmente las trincheras,
la bandera, la plaza inconquistable
de su propia alegría.
Vosotros, hijos míos,
conservad mi posesión más útil:
tomad
mis alas.

Canjáyar, agosto de 2014
Luisa María García Velasco